06 Sep Matías Quetglas – La pintura desnuda
San Pedro de Alcántara perteneció a la orden de los franciscanos descalzos, y se dice que en 1555 fue hasta Roma descalzo siguiendo el voto de pobreza que había abrazado. Este es el santo que da nombre a la calle de Ciutadella donde está la casa de Matías Quetglas, el pintor de los hombres y mujeres desnudos de pies a cabeza, esenciales y embelesados. Decía Jackson Pollock que todo buen pintor pinta lo que es. Matías Quetglas, alto, corpulento, sereno, curioso, irónico y afortunadamente aún niño, vive en cada una de sus figuras. Juana Mordó, la galerista que apostó por él cuando aún no había terminado los estudios de Bellas Artes, repetía una y otra vez: «Un artista es un 50% su obra y un 50% sí mismo». Es esta coherencia la que hace que hoy podamos hablar de la pintura quetglasiana, un corpus estilístico, un universo pictórico que hoy, cincuenta y un años después de su primera exposición pública en el Casino Nou de Ciutadella, celebramos con una nueva exposición retrospectiva: “La pintura nua” (‘La pintura desnuda’), con obra desde 2006 hasta 2016.
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En 1965 el Casino Nou de Ciutadella daba a conocer por primera vez la obra de un joven de Ciutadella que ya había descubierto su vocación: vivir para pintar / pintar para vivir. Se expusieron dieciocho óleos de temática surrealista con pinceladas expresionistas que le proporcionaron buenas críticas, a la vez que propiciaron la obtención de la primera medalla de dibujo del IV Salón de Primavera del Ateneo de Mahón con el óleo Dos veleros. Pronto, pero, Matías se marchó a Madrid, donde hizo el servicio militar como voluntario con la clara determinación de ingresar en la Escuela de Bellas Artes una vez terminada la mili. Matías Quetglas, a diferencia de sus hombres y mujeres metidos en el espacio pictórico hasta los límites de la tela sin sentir claustrofobia, no se acostumbró a la isla de Menorca: sus cabellos rizados y sus manos y pies sobrepasaban el perímetro de la isla y flotaban en las aguas menorquinas. Llevándose Menorca dentro del corazón y el Mediterráneo en la piel se instaló en Madrid, donde aún hoy pinta con alma menorquina.
Su exitosa carrera, iniciada alrededor de la escuela realista de Madrid a partir de su relación con Antonio López, profesor de la asignatura de preparatorio de color en Bellas Artes, ha estado presente en diversas exposiciones en Menorca. Si bien la isla no ha sido una entusiasta de su trabajo, más aficionada al impresionismo y al paisajismo, la galería Retxa, con exposiciones en 1980, 1992, 2000 y 2001, ha permitido seguir su evolución y mantener los lazos con la isla. Pero han sido las tres exposiciones retrospectivas organizadas por el Consejo Insular de Menorca y el Ayuntamiento de Ciutadella, en 1985, 1995 y 2005, con la colaboración también de la Obra Social y Cultural de Sa Nostra, las tres grandes ocasiones para seguir la trayectoria de este menorquín internacional.
La exposición «Matías Quetglas» de 1985 contenía la obra de los diez años anteriores y sus inicios con la galería Juana Mordó. Matías Quetglas participaba de una pintura realista, centrada en la representación de la apariencia del objeto mediante una técnica rigurosa que le permitía utilizar el óleo, el acrílico, la acuarela y el carbón indistintamente. Este realismo, adscrito al llamado hiperrealismo, ponía el énfasis en lo banal y perecedero de la realidad, de ahí lo inquietante de sus coliflores y frutas. Pintaba a partir del modelo, utilizando en ocasiones la fotografía, pero ya se insinuaba una libertad, una irreverencia, como después destacaría Pau Faner, que lo llevaba a no terminar la obra del todo, a dejar entrever el proceso de creación. El uso del contrachapado se empezaba a extender. Su firmeza le permitía cargar de pintura el soporte sin el peligro de agrietarse o deteriorarse con el tiempo. La ya incipiente aversión al brillo le lleva a extender la pintura al óleo sobre papeles para que absorban parte del aceite, ya sea de linaza, nuez o adormidera, y así el brillo. Utiliza también la pintura al temple buscando la luminosidad y sobriedad, que a partir de los años ochenta y especialmente en esta muestra nos remite a los modelos romanos de Pompeya, donde, mediante una abreviación del procedimiento, el uso de pocos colores y atuendos y claridad conceptual, la figura se convierte en un volumen susceptible de experimentar los efectos de la luz (Adan y Eva, 2014).
Diez años más tarde, en 1995, tiene lugar la segunda retrospectiva de Matías Quetglas en Menorca, en esta ocasión organizada también por la Obra Social y Cultural de Sa Nostra. La exposición comienza con una obra clave en la trayectoria del autor: Conversación amorosa (1985). A partir de esta nacerán una serie de obras en las que Quetglas profundizará en el estudio de la luz, el volumen y el espacio y lo llevarán a prescindir del modelo, las primeras de las cuales son Conversaciones en el taller (1986) y Pintor de naufragios (1986). La imaginación y el hecho de pintar de memoria pondrán en primer plano los contenidos emocionales y la carga simbólica del tema, tan evidentes en la obra reciente del artista. Varios viajes a Italia en aquella década le permitirán conocer más a fondo las figuras etruscas y griegas, el Quattrocento y los novecentistas italianos de los años veinte, en especial Achille Funi (Ferrara, 1890 – Appiano Gentile, 1972), con quien encontramos aspectos comunes. También con la pintura metafísica de Giorgio de Chirico (Grecia, 1888 – Roma, 1978). El desnudo, femenino, se convierte en una constante y se contrapone al hombre vestido que a menudo ejerce de pintor. María Antonia, su mujer, musa y modelo, dejará paso progresivamente a la María Antonia que Matías Quetglas tiene en la memoria, allí donde los afectos y las emociones dibujan nuestra realidad.
En 2005 tuvo lugar la tercera retrospectiva. Se hacía patente el logro de un carácter y una personalidad única en su pintura, una visión personal del mundo transmitida con coraje pero también con serenidad y naturalidad. Son años en los que Matías ya no está interesado en contar historias, sino tan solo en sugerir, invitando al espectador a imaginar y a construir nuevos mundos. El contorneado parcial de las figuras y evidenciar el procedimiento se han convertido ya en un recurso importante para los propósitos del artista. La pintura de estos años es una pintura alegre, llena de colores y arabescos, un culto al Mediterráneo. Las manos y pies de sus hombres y mujeres han adquirido proporciones gigantescas, propias de seres irreales, sobrenaturales. Esta artificiosidad y el contorsionismo de las figuras hace patente un manierismo que junto con lo anterior nos da las claves de la pintura quetglasiana.
En aquel 2005 Matías Quetglas comenzó a pintar Mujer fumando en pipa y paloma (2005-2016). Once años es el tiempo que el artista le ha dedicado. Si bien se trata de una excepción, el hecho ilustra una de las características del pintor: la reflexión. Matías es un pintor reflexivo, lo que le lleva a contemplar la obra horas y horas antes de poner un color, hacer un sombreado, matizar una luz, etc. La composición, la disposición de las figuras en el espacio pictórico, ya es de por sí un proceso lento y reflexivo, pues el pintor tiene la profunda convicción de que un cuadro debe ser de una manera y no de otra. Es por eso que nunca abandona un cuadro hasta encontrar el latido que le da vida, aunque pasen once años.
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«La pintura desnuda» celebra los últimos diez años de la producción de Matías Quetglas, el pintor más destacado en la historia contemporánea de Menorca. A sus setenta años el pintor nos regala la culminación de una trayectoria en la que, como el santo que da nombre a su calle de Ciutadella, con los pies desnudos y despojados de todo artificio, ha llegado a la esencialidad, a sentir la tierra para, desde ella, elevar el espíritu desvelando misterios y símbolos.
La exposición se estructura en orden cronológico. Pero dos son los temas dominantes: mitología y figura humana. Ambos conforman los pilares sobre los que Matías Quetglas ha levantado su mundo plástico. Entre los años 2006 y 2009 las obras expuestas nos trasladan a tiempos ancestrales poblados por faunos, bestias y centauros. El mito ya lo encontramos en obras anteriores, en especial a finales de los años ochenta y principios de los noventa en cuadros como Centauro, mujer e hijo al galope (1993) o la serie El toro trágico (1994). El mito pone de relieve el carácter sobrenatural de sus personajes, hombres y mujeres que trascienden los límites para acercarse a los dioses. Como bien decía Carl Gustav Jung (Kesswil, 1875 – Küsnacht, 1961), la mitología forma parte de ciertas expresiones culturales y conforma el inconsciente colectivo de manera que se convierte en parte de nosotros. De hecho da significado y valor a la existencia. La idea de suceso extraordinario contenida en la mitología también tiene una traducción en el sentido trascendente de lo cotidiano, y el autor le ha prestado especial atención. Además, el arte está íntimamente ligado con el mito, como nos recordaba el filósofo Ernst Cassirer (Breslau, 1874 – Nueva York, 1945). Las mujeres, raptadas o entregadas al deseo sexual con hombres bestia, constituyen escenas ricas plásticamente y llenas de simbolismo. En Amor fiero (2006) la hija del mercader se enamora de la bestia, que resulta ser un príncipe maldito por una bruja. En Fauno y mujer con perro (2006 ) un fauno lascivo y voluptuoso, que a la vez también es el espíritu bueno entre los pastores, seduce a una ninfa con pretendidas habilidades artísticas.
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En 2008 y 2009 el Ayuntamiento de Ciutadella encargó a Matías Quetglas un proyecto para las carotas de las fiestas de San Juan. Si bien no las llegó a realizar, el tema le sedujo enormemente y lo llevó a crear seis obras clave en el recorrido. L’home del be (2008) y La flabiolera (2009) dan paso a cuatro cuadros habitados por centauros y centáurides. Las seis obras, de gran dinamismo, están pintadas con una paleta monocroma a base de blancos y negros, con el color azul en ocasiones para dar profundidad a la escena y el rojo para vestir al caballo con los atuendos sanjuaneros. Mediante un uso contenido de los grises crea una luz neutra que se desliza sobre el cuadro suavemente y abre un nuevo territorio en el que Matías Quetglas se ha encontrado cómodo desde entonces: la búsqueda de una luz metafísica, abstracta, que no dependa del color.
La presencia del caballo y su simbolismo en la fiesta de San Juan conduce de nuevo a Matías Quetglas al mito como el espacio común del espíritu del hombre. El centauro, criatura con cabeza, brazos y torso humano y cuerpo y patas de caballo, como símbolo de la evolución del estado animal al estado humano. San Juan, la fiesta más sentida en el imaginario de este ciutadellano, con el son del caramillo a modo de melodía ritual e iniciática mientras mito y realidad se fusionan en la paleta del pintor, celebración que recoge el vídeo que acompaña las obras.
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A partir del año 2010 la mujer alcanza el protagonismo absoluto en la obra de Matías Quetglas. La mujer pintada no es sólo la evocación de un modelo, también es pintora, poetisa o filósofa. Su carácter es intemporal y esencial, entre lo real y lo irreal. La mujer, así como también el hombre, se han convertido con su desnudez pura humanidad. La pintura desnuda de Matías Quetglas está cargada hoy de un humanismo que transita libremente entre lo culto y lo popular mediante una pintura con menos movimiento, más tranquila e intimista que en etapas anteriores. En su obra reciente habitan el espacio pictórico hasta el límite, acentuando su corporeidad y volumetría. Se encuentran cómodos, pero en ningún caso sienten claustrofobia. Las figuras, embelesadas en sus acciones, parecen trascender el tiempo y el espacio.
Para conseguir esta presencia casi matérica de la figura humana el autor prescinde del paisaje de fondo y resalta el contorno de las formas creando un espacio bidimensional donde las figuras contrastan con el fondo monocromo y desaparecen las sombras y la profundidad. Esta tendencia al subjetivismo nos remite a los inicios de la modernidad y en especial al Perro semihundido de Francisco de Goya (Fuendetodos, 1746 – Burdeos, 1828). La línea, con su impronta gestual, se convierte en un recurso esencial en el lenguaje quetglasiano. Mediante el carbón, dúctil y versátil, el artista dibuja, contornea y crea volúmenes. Le permite trabajar rápido para expresar pasión, vitalidad o matizar el negro con medios tonos para incitar a la reflexión, al sosiego. Así el trazo del carbón aparece y desaparece haciendo patente el procedimiento y estimulando la mirada. Los videos que a lo largo de la exposición ilustran el proceso de creación de algunas de las obras ponen de manifiesto el interés de Matías Quetglas por el procedimiento en la última década. Una década en la que la pincelada se ha vuelto más envolvente, más cuidadosa, pero siempre visible para que el espectador pueda captar cómo el artista ha ido resolviendo las diferentes zonas de la obra y estimular así su contemplación. También el color interviene en esta desnudez y esencialización que practica Matías Quetglas en su pintura hoy. Los colores puros de la década anterior, que daban lugar a una pintura desenvuelta y alegre, han dado paso a una gama de tonos más neutros, con los que el autor busca volumen y densidad en los cuerpos. El color ha adquirido una calidad más mineral y se acerca aún más a los murales pompeyanos, luminosos y pétreos. La luz acaricia los cuerpos y crea así una atmósfera más metafísica que física.
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El silencio de la tarde es un cuadro de grandes dimensiones y lleno de simbolismo. En un contraluz a última hora del día un pintor con mujer, hijos y un perro contemplan un paisaje silencioso iluminado por un sol menguante. No es la primera vez que el autor explora esta idea. Ya en el año 1995 en el marco de la exposición retrospectiva presentada en la sala El Roser de Ciutadella se pudo ver Contraluz (1995), una obra en la que un toro acompaña a dos figuras. A pesar de la dificultad que presenta pintar un contraluz, donde los colores locales desaparecen y pierden naturalidad, el autor consigue transmitir una atmósfera llena de misticismo. Acrílico y carbón comparten un mismo estatus y sirven a un mismo propósito: remarcar la fugacidad del instante y su transitoriedad, al tiempo que la actitud contemplativa y estática de los personajes nos señala un tiempo parado. Con un posible trasfondo autobiográfico, el autor se acompaña de una mujer con trenza (la trenza de María Antonia!) y sus hijos o nietos. El paisaje nos traslada a la Meseta castellana, allí donde el artista se retira en soledad para reflexionar y pintar rodeado de campo, pájaros y silencio.
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La pietà, cuadro concebido expositivamente para ser contemplado en un estado de recogimiento, fue un encargo realizado por el Ayuntamiento de Palma con motivo de la XII Semana de Música Religiosa en 2011. La Virgen sosteniendo el cuerpo muerto de Cristo, su hijo, es en la iconografía cristiana la imagen más conmovedora del dolor humano. Dolor que trasciende su origen bíblico y se convierte en un icono de la expresión más dramática del destino humano, la muerte. Matías Quetglas, utilizando el interés por la narración de décadas anteriores, escenifica este episodio manteniendo la disposición clásica de San Juan y María Magdalena a los lados. Añade una mujer que cura las heridas con ungüentos y un niño que al tocar la corona de espinas desdramatiza la escena y cierra la composición ayudando a focalizar la atención en la Virgen María y su hijo Jesucristo. Compositivamente complejo pero estable, Matías Quetglas crea una obra sobrecogedora donde el dramatismo ha dado paso a la compasión.
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En esta cuarta exposición retrospectiva nos encontramos con un Matías Quetglas en el que ética y estética parecen haber confluido en una pintura desnuda, despojada de lo anecdótico y lo banal, reflexiva y contemplativa, donde el anhelo radica en explicar de forma sencilla lo complejo. La mujer, escultórica, monumental y mediterránea, se convierte en la máxima expresión de este humanismo que la pintura quetglasiana reivindica.
Carles Jiménez
Alaior, septiembre 2016